Abre los ojos. Despacio, levanta la cara sólo para descubrir que una vez más es necesario cambiar la funda. Un día tan sólo un día duró. Lástima. En medio del cansancio que le hace cerrar los ojos recoge todo, dobla las sábanas y las pone en el cesto.
Una ducha fría, termina de despertar a todo su organismo. Hace frío, pero no importa, sabe que hay cosas peores. Traje negro, camisa blanca, corbata lisa. Bolea los zapatos, ni una mancha, nada queda de la lluvia de ayer. Sin rastros no hay evidencias, se borran los recuerdos y desaparece el pasado.
Camina hasta la esquina, espera el taxi; lo piensa una vez más, tal vez demasiado. Al final, lo deja pasar. Sigue esperando, llega el camión, estira el brazo en el último minuto. El chofer se detiene, no sin antes pasar sobre el charco que se extiende frente a él y salpicarle los zapatos. Molesto por el incidente, sube los escalones, paga sin decir nada y camina hasta el fondo.
Se baja diez minutos después, ella ya lo espera ahí. Sube al auto, saluda y no dice nada más. Escucha y contesta, aunque no esté de acuerdo, no discute. Llega al edificio y desciende mientras ella va a estacionarse. Entra, saluda al vigilante y busca el baño para limpiarse los zapatos. Cuando sale, ya han llegado varios de los empleados, los saluda, revisa cuidadosamente cada detalle: repisas, flores, cojines; todo en orden. Ellos lo esperan, parados en una fila ordenada, como siempre. Se planta frente a ellos; sus empleados, los mira fríamente, camina y da indicaciones: …el nudo de la corbata está muy ajustado… el collar es muy vistoso… un pequeño retoque de gel en su peinado… todo listo.
Son las 8:05 y, aunque el plan es que sus clientes lleguen a las 8:30, sabe que no será así. Siempre se adelantan. Es probablemente una de las pocas veces en que esas personas no sólo llegarán a tiempo, sino incluso con tiempo extra de espera. Irónicamente, pues dentro de sus ajetreadas vidas no notan que en esta situación tanto da llegar media hora antes, como tres horas después. La situación no cambiará.
No se equivoca, apenas pasan de las 8:17 y ya han llegado los primeros, respetuoso, saluda. Fríamente pero con un tono cordial los invita a sentarse, les explica el protocolo y les ofrece una taza de café. Espera a que decidan, sabe que tardarán mínimo diez minutos en hacerlo, sale de su oficina dándoles espacio y tiempo. Es comprensivo. Sus empleados lo han visto siempre así, amable, cordial, pero frío y distante; no entienden cómo puede ser alguien al mismo tiempo tan cercano y distante. Una técnica dominada con años de práctica quizá. Una de las reglas de la profesión, no involucrarse.
Tras quince minutos uno de ellos sale a buscarlo, el hijo. Regresa, les da los papeles a firmar y los acompaña hasta la sala de espera. Mientras caminan uno se desmorona. Va por un kleenex y se lo ofrece. Pero sólo eso, sin manos ni apoyo de ningún otro tipo. Después de todo es una agencia funeraria, no un consultorio sicológico. Ha escuchado suficientes historias, no da pie para que se las cuenten.
El día de hoy son sólo un padre y una hija, dos familias. Una de las empleadas nuevas, la que lo lleva al trabajo cada día desde hace un mes lo odia cada día más, simplemente no entiende, no sabe cómo puede ser tan insensible al dolor ajeno. Continuamente susurra a sus espaldas, pero no lo encara.
De vez en cuando alguien pregunta sobre la cicatriz, es normal la curiosidad, piensa. Pero siempre da una respuesta diferente dependiendo de la situación. A veces es una caída, otras una pelea, un botellazo; todo, cualquier cosa... Cualquiera menos la más dolorosa: la verdad.
Pasan horas y horas, entre llanto, rezos, velas y flores. Tantas flores como para marear a cualquiera con su olor, todas las flores que nunca nadie recibe en vida.
Alrededor de media noche sale, tras asegurarse de que no hay nada importante que hacer y que sus clientes están satisfechos y bien atendidos, tan bien como lo pueden estar en esas circunstancias. Mucho mejor de lo que cualquiera imagina. Él lo sabe, la mitad de las veces son más las risas que los llantos, sabe cuando alguien fue muy amado, no por el número de arreglos florales, sino por los ojos y las historias, miles de historias. No por la cantidad de abrazos que tienen los vivos para llorar sino por la cantidad de ojos rojos. Por los que no lloran en público como una muestra de su dolor, sino por los que al saberlo, en medio del shock lloraron todo y que están ahí poniendo buena cara frente a la tempestad. Por los que para despedirse no usaron su mejor ropa, sino la que traían en ese momento...
Camina hasta la avenida, pudo pedir un taxi, pero qué mas da, sigue caminando por las calles de esta ciudad. Comienza a llover. Gruesas gotas que lo empapan. Bajan por su rostro, tibias y salinas. Y de pronto se da cuenta de que el piso no está húmedo, que no hay charcos, ni gotas, ni nubes, nada. La lluvia que nubla su visión sale de sus ojos y el agua que lo empapa es la de sus lágrimas, las lágrimas calladas del hermano, de la esposa, de los padres... Las lágrimas de comprensión, las lágrimas que se calló a lo largo de todo el día y que ahora le empapan los pies. Las lágrimas de quien sabe del dolor, que lo vive y lucha contra él mientras hay sol, pero que inevitablemente sucumbe cuando éste desaparece del cielo dejándolo en total oscuridad.